
Hablaba sola continuamente, como si ello me mantuviera en mi mundo, en mi vida cuando tenía vida, con familia, amigos y enemigos, un mundo que al abrir los ojos había desaparecido. En su lugar me encontré prisionera entre cuatro paredes transparentes, con menos espacio que en la estación espacial en la que había pasado dos años. Recordé la celebración de mi regreso a la Tierra por todo lo alto, donde consumimos de todo, y donde nada era en exceso. Y luego vino esta alucinación, porque se trataba de eso, de un “mal viaje”. ¿O no? Llamé a Jacob y golpeé las paredes transparentes de mi prisión, pensando que así me despertaría o despertaría a Jacob… pero no pasó nada, hasta que apareció algo inmenso y deforme.
Era como un tubérculo que ha cobrado vida y que avanzaba como si fuera de gelatina… Asqueroso. Sí que era realmente un mal viaje. Grité y cerré los ojos esperando que eso desapareciera, que cambiara de sueño o de alucinación, pero ahí seguía, avanzando y cambiando de forma hasta convertirse en una figura ovalada, lisa, sin extremidades, sin orificios, ni orejas, boca o nariz.
Con su masa asquerosa pegada a la pared de la celda, era todavía más asqueroso, entonces en su parte superior se abrió una especie de compuerta, pues no podía llamarse párpado, que abarcaba toda su anchura, dentro aparecieron cuatro ojos que me estudiaron desde distintos ángulos, diría que me rodearon. No podía ser posible. Estaba claro que era un mal, muy mal viaje.
Cerré los ojos y grité, pero eso no desaparecía, y sin darme cuenta y ante mi parálisis por el pánico, sacó una especie de de pinzas–dedos con las que me sujetó. Medía aproximadamente el triple que yo en cuanto a estatura y anchura. No iba a comerme, me repetía, no iba a comerme… y si lo intentaba me despertaría. Así que ojalá lo intentara, pero en su lugar me trasladó a otra jaula similar, más amplia, con un recipiente para el agua y otro para lo que se suponía era comida, una especie de gelatina que parecía estar viva, tan asquerosa como él. ¿Qué pretendía?, ¿acaso yo era el bicho raro, un espécimen de colección?
Pasaron días, según mi concepto del tiempo, en los que la desesperación cada vez era mayor. Y lloré y grité, y me arranqué el pelo… Os puedo decir que repasé todas las posibles opciones de por qué estaba ocurriendo aquello, quizás estaba muerta, o en coma, o en un centro donde te rehabilitan por yo qué sé que excesos, hasta me imaginé que se trataba de un experimento que pudo comenzar en la estación espacial, ¿les estaría sucediendo lo mismo al resto del equipo?, ¿se trataba de una prueba para ver cómo reaccionábamos si nos enfrentáramos a otros seres del Universo? Esta última idea me tranquilizó durante un tiempo, y pensé, de acuerdo, si se trata de una prueba, ya veré cómo respondo, hijos de puta.
Al Engendro Deforme, era lo más suave que podía llamarlo, no le interesaba que yo muriera, eso era evidente, así que sustituyó esa comida gelatinosa y asquerosa por algo más comestible aunque desconocido, lo que fuera era vegetal y con buen sabor, pero hasta llegar ahí fue un proceso lento y puedo decir que probé verdaderas inmundicias. Engendro se pasaba mucho tiempo observándome, estudiándome, cambiaba la iluminación, me mojaba o me tocaba con una barra de metal y ante mis reacciones (gritaba, me agachaba, intentaba esconderme…) parecía reaccionar como un auténtico gilipollas, moviendo descontroladamente su masa viscosa, como si le hiciera gracia, como si hubiera conseguido un triunfo. Precisamente los cambios de color y textura de su masa parecían indicar su estado de ánimo, algo que en realidad no me servía para nada, al menos de momento.
Y pasaron muchos días encerrada sin hacer nada, sin saber si era de día o de noche, sin poder dar más de una docena de pasos en la misma dirección. Yo seguía hablando conmigo misma, o como si tuviera una conversación con Jacob, con mis hermanas, o mis sobrinas, a las que consideraba casi como mis hijas, las que nunca quise tener y mucho menos a mis 35 años. Intenté hacer algo de ejercicio y el Engendro lo tomó como la necesidad de proporcionarme un compañero. Un día puso ante mí un extraño ser de color marrón con pelo–plumas–púas, no sabría decir de qué material se trataba, del tamaño de un perro, que solo saltaba y se zambullía en el agua. Lo sacó de allí enseguida, supongo que al ver que yo no me movía de la esquina en la que me había atrincherado.
Hubo un momento en el que pensé que de verdad estaba loca, no porque aquello me lo estuviera imaginando, si no porque la situación ya me había vuelto loca. No había nada ni nadie que pudiera ayudarme, así que intenté acabar con mi vida, pero no había nada con qué hacerlo, tal vez si dejaba de alimentarme… Y ese ser se dio cuenta. Si no comía por mí misma, él se encargaba de hacerlo con una especie de tubo que introducía a la fuerza en mi boca. Asqueroso.
Pasó un año, más o menos
Imaginé que mi pelo podía crecer la altura de mi mano en un año, así calculaba el tiempo que había pasado. En ese tiempo Engendro averiguó mucho de mí, mis gustos, mis estados de ánimo, ¡hasta parecía ver mis pensamientos!, y noté que se esforzaba en complacerme, y yo lo odiaba cada vez más. Pasaba de la melancolía a la rabia, me daban ataques de llanto y le daba patadas a las paredes, le escupía, le llamaba engendro y le daba la espalda. El también se enfurecía y me castigaba sin alimento, cambiando la luz por la negrura más espesa. Era su manera de expresarse o comunicarse porque jamás emitió un solo sonido.
Pasé ese primer año recordando mi vida, como si la volviera a vivir, hablando con la gente que ya no vería nunca, porque no quería olvidar alegrías ni penas, ni esas películas que tanto me emocionaron, o la música, ¡como la echaba de menos!, volvía a repasar historias leídas, los desastres naturales o provocados de nuestro planeta… Y ese ser, ese engendro, parecía absorber lo que había en mi mente. Si añoraba la lluvia, él la improvisaba; si pensaba en el mar, reproducía el sonido de las olas, o cualquier olor que me viniera a la mente, al igual que el cántico de un pájaro, la luz del atardecer…
¡Maldito engendro!, si lees mi mente, sabes lo que quiero, ¡envíame al lugar del que me arrebataste!
Y yo acepté esa ropa tan absurda que me pasaba, lo que él creía que eran juguetes, o mascotas, y se las arregló para cortarme el pelo, eso se lo dije con gestos, insistí. Y así, cada vez que la melena se alargaba una mano, él cortaba y yo sabía que había pasado un año más.
Y posiblemente pasaron dos años
En ese tiempo nunca vi a nadie más que a él, deduje que era el guardián de aquel lugar, como si fuera el interior de una nave o un enorme avión vacío, y que más allá de mi vista estaba lo que custodiaba, de allí era de donde venían golpes que parecían pasos de algún ser enorme, y a veces destellos, fogonazos, pero nunca escuché sonido que me indicara que se comunicaba con alguien. Puede que lo hicieran con los cambios de aspecto, de color y de textura, pues podía adaptarse a la forma de un tubérculo, un corazón latiendo, una seta viscosa, incluso un erizo… Asqueroso.
Poco antes de cortarme el pelo por tercera vez (ya me dejaba hacer, pues lo hacía con suma delicadeza), todo mi ser y sobre todo mi mente, estaba adquiriendo la habilidad de comunicarme ¿telepáticamente?, ¿pero era yo que lo estaba consiguiendo o era él quien me proporcionaba esa posibilidad?
Lo que fuera abrió un mundo nuevo, al menos las paredes del aislamiento tenían una grieta por la que no volverme loca, si no lo estaba ya. La comunicación era a modo de fogonazos, visiones de lo que supuse era su mundo. Eran muy rápidas, apenas las podía retener, pero tenía mucho tiempo para aprender.
Lo que quiso decirme, lo que vi, era muy distinto a todo lo conocido, decepcionante, triste… eran mundos grises, cubiertos por humo o niebla, soledad y más soledad. No me mostró ningún ser vivo. ¿Cómo he llegado hasta aquí?, era la pregunta que le hacía constantemente, y él se enfadaba, su cubierta se cuarteaba y cambiaba a un color más oscuro. Se iba.
Varias veces le pedí sin éxito que me mostrara lo que había en el exterior. Y un día en el que me encontró llorando y sin ganas de ninguna comunicación, subió la cárcel–jaula a un peculiar transporte, no sin antes volver opacas sus paredes. El trayecto se me hizo largo y cuando se detuvo, una de las paredes se hizo transparente, lo suficiente para mostrarme solo lo que él quería que viera. Y era una especie de huerto. ¡No os podéis imaginar lo que significó!, después de tanto tiempo volver a ver vegetación, aunque fuera con iluminación artificial, y de un tamaño considerable, tanto que podía perderme entre ellas. Era de ahí de donde obtenía mi alimentación… No supe cómo reaccionar, lloré de alegría y le pedí que me dejara libre, quería tocarlas… Y lo hizo, me envolví en algunas de ellas que nada tenían que ver en su aspecto con las de la Tierra, pero sí su sabor, textura, olor… Recuerdo que corté trozos de hojas y los llevé a la boca como si fueran un exquisito manjar… Supo que se lo agradecía.
La segunda vez que me llevó hasta allí ocurrió algo. Él lo presintió enseguida y me metió de nuevo en la cárcel–jaula, pero antes de que oscureciera las paredes pude ver una enorme nave, tan enorme que ocultó la luz de los pequeños astros que daban algo de vida a ese lugar. Ni siguiera aterrizó, pero sí vomitó lo que llevaba dentro, naves, máquinas… chatarra. Al engendro –tenía que buscarle otro nombre, pues ya me era muy familiar– no le dio tiempo a llevarme al sitio donde me retenía y con una agilidad asombrosa nos trasladamos a un lugar bajo tierra, bajo escombros o bajo chatarra. Y lo que vi lo cambió todo.
Muchos años después
Aquel lugar, quién era él, lo que hacía, lo comprendí todo. Tomé conciencia de lo que suponía aquello con una infinita pena y angustia. Ese ruido atronador que a veces escuchaba y que me parecían pisadas de dinosaurio, no era otra cosa que el impacto de los escombros al caer. Era un planeta basurero, o cementerio, allí terminaban naves, maquinaria pesada, androides, tecnología que ya no era útil, al menos para quien se deshacía de ella, porque en la Tierra hubiera sido tecnología puntera.
Aquel día miré con otros ojos a quien yo llamaba Engendro, la última vez, pues desde entonces le llamé Adam, el primero. Se había hecho a sí mismo juntando piezas, cultivando tejido… sin tener un concepto previo de cómo era un ser vivo y no pudo hacerse más feo y más deforme.
El día que vi aquella nave arrojando la chatarra me llevó a través del subsuelo y me enseñó su obra. ¡Estaba creando otros seres como se creó a sí mismo, pero utilizaba mi persona como modelo!, pero a su tamaño, y lo hacía con aquellos escombros y lo que había ido aprendiendo consigo mismo y con la información que conservaban algunas de esas máquinas–chatarra. En realidad era un mundo vivo.
En sus creaciones ya no había cuatro ojos, y sí disponían de orificios intentado imitar mi cara, así como las extremidades. ¿Eran seres vivos? No me cabía la menor duda, ¿humanoides?, ¿cíborgs?… no lo sé. Pero tenían vida propia. No sentí miedo, solo pena, una inmensa pena. ¿Qué les esperaba en ese lugar?, mejor dicho ¿qué nos esperaba? Ellos no tenían necesidades como yo, ¿pero tendrían sentimientos?
Había otros cinco seres muy parecidos a Adam, supongo que los primeros prototipos. Después llegué yo –esa es una cuestión que quedaba pendiente– y les serví de patrón. Había cientos, e iban mejorando, en cuanto a tamaño y habilidades, pues algunos podían emitir sonidos muy parecidos a mi voz, y lo más sorprendente, podían construir algunas frases.
Muchas veces pensé qué habría pasado si en lugar de utilizarme como modelo o patrón, lo hubiera hecho con un depredador, un dictador, un ser sanguinario… Y de nuevo la pregunta, ¿por qué yo?, ¿cómo me trasladó hasta allí?
Pasé a convivir con todos ellos, con todos mis “yos” reciclados de ese cementerio tecnológico, y mi cárcel–jaula nunca volvió a usarse, ahora mi espacio era todo el subsuelo y el huerto. Nuestro mundo cambió, el de todos. A pesar de mi pequeño tamaño en comparación con el suyo, cuando me vieron por primera vez noté su temor, me huían, a pesar de que podían haber acabado conmigo fácilmente. Creo que ya la primera vez escucharon mis pensamientos, mis dudas y lo que yo creía que era ese lugar y lo que ellos representaban. Y escuché-sentí sus temores y más humanidad, en el buen sentido, de la que había sentido nunca. Me miraban como a un Dios, una madre, hermana. Y sintieron que no era una amenaza y que quería ayudarles aunque aún sin saber cómo.
Ya me corto el pelo cuando quiero, sin contar los años que llevo. Cada día hay una novedad, hoy he escuchado algo parecido a una risa de unos de mis yos y la nueva familia sigue creciendo. Somos varios cientos. Y todos ellos trabajan en hacer otros yos y en recuperar a quienes han caído aquí, como ellos.

Sé por qué no me dice Adam cómo llegué al lugar, teme que pueda abandonarlos.
¿Cómo?, ¿acaso hay una puerta para entrar y salir?
“La hay”, me dijo un día con el pensamiento. Y yo me quedé paralizada. Noté un inmenso silencio y todas las miradas fijas en mí.
Me tenían otra sorpresa, había puesto en marcha una nave, en ella me llevaron varios Adams y varios yos a lo que esperaba que fuera la respuesta a cómo llegué y dejé tras de mí muchas miradas tristes que aún no habían conseguido fabricar lágrimas. Me llevaron muy lejos de nuestro refugio seguro. Y desde la nave todos podíamos ver por primera vez el alcance de ese planeta, no era un asteroide, era inmenso, con una geografía formada por chatarra posiblemente durante miles de años. A veces se podían ver manchas de agua, quizás lagos, zonas verdes… después de todo sí podía haber vida. ¿Quiénes destruyeron ese lugar?, dijo saber que eran muchos los culpables, y que entre esa chatarra aún había máquinas vivas, y me las imaginé sin sentimientos, sin dolor, así por siempre… hechas pedazos. Puede que algún día, en esta eternidad, algunos de mis yos las recobren y se convertirán en una basura cósmica en movimiento, en rebeldía. Y a Adam se le iluminaron sus cuatro ojos, entendí que ya había pensado en ello.
Había que devolver vida a quienes yacían allí, máquinas que permiten comunicaciones imposibles de imaginar, máquinas que construyen máquinas, robots que construyen robots, naves con las que podremos viajar, aparatos que guardan infinidad de información valiosa sobre sus mundos… Quizás los circuitos de algunos intuyan que Adam y los demás les van a dar otra oportunidad. Y será una chatarra viva, que ejercerá como una nueva especie, la más sabia, la que puede que establezca un nuevo orden en el Universo.
Sé que es muy duro para todos que yo me vaya, pero sobre todo para él. Ya no puede ocultarme nada, conozco sus pensamiento y sé que lleva trabajando mucho tiempo en hacer algo para cuando llegue el fin de mi hora humana, pues yo soy mortal, algo que pueda revertir el proceso, hacerme alguna… maniobra… chapuza, como diríamos nosotros, para mantenerme viva, aunque tenga que ser uno de ellos, un cíborg. Yo callo, no quiero pensarlo, porque mi idea siempre fue irme de ese lugar, volver a mi mundo y contarles dónde he estado, aunque más que un deseo hace tiempo que me empieza a parecer una obligación, y eso no me gusta. Tengo mis dudas, muchas dudas.
Aterrizamos en un lugar en el que los pocos escombros tecnológicos que había estaban amontonados, como si taparan algo. Adam y los demás los retiraron. Lo que ocultaban me recordó a esos portales de las películas de ciencia ficción, y a los espejos deformados de las ferias de atracciones. Al menos había tres, no muy grandes, si Adam o cualquiera de ellos quisiera entrar debería agacharse. Adam lanzó un guijarro hacia uno de ellos y desapareció como si lo hubiera succionado una enorme boca.
Me quedé completamente muda. Adam me mostró cómo había llegado yo, “lo mismo que ese guijarro, pero hacia este lado”. El no había ido a por mí, solo me recogió y lo demás ya lo sabemos.
Pasé mucho tiempo de rodillas mirando aquellos portales, pero no por la duda de irme, fue por el alivio que sentí al no dudar en quedarme. Fue una sensación maravillosa. Mi vida estaba unida al lugar y a todos ellos, aunque terminara siendo parte de alguna de esas máquinas, para siempre.
Los mundos sabrían de la nueva especie que empezaba a tomar conciencia de serlo. La más sabia.
Descargar el ebook en Lektu