Lagarto lagarto

Nagala Yunciel

Estornudar siempre fue para mí un tormento, y la culpa es de esos segundos que tarda en explosionar. Un momento incontrolable que, incluso estando solo, no sabes dónde va a aterrizar, y no digamos si estás con alguien y le cae toda la lluvia encima, o algo más pegajoso. No es algo silencioso que pase desapercibido. Mi estornudo suele ser escandaloso. Y esa noche, regresando a casa con mi padre en el coche lo vi venir. Era noche cerrada, regresábamos de visitar a mi hermana en el hospital porque había dado a luz. Un niño, como todos. Madre se quedó con ella. Estaba eufórica, era su primer nieto y no iba a dejar que nadie le robara esos momentos únicos, así que regresamos padre y yo solos.

El camino hasta la aldea en la que vivíamos estaba a media hora de la capital. La carretera era  como un paso de cabras, baches, pedruscos, curvas y más curvas. Como a mitad de camino, en tierra de nadie, me vino el estornudo, no quise manchar el salpicadero del coche, aunque una suciedad más poco se habría notado, así que instintivamente apreté los ojos y me giré hacia mi ventanilla, la del copiloto, donde descargué todo. Un… supongo que moco, quedó pegado al cristal, y según iba ensimismado viendo como resbalaba, el coche pegó un frenazo. Enseguida pensé que mi padre lo había hecho a propósito, para decirme algo de ese estornudo, para que limpiara el cristal o para bajarme y dejarme en ese páramo por guarro. Pero no dijo ni media palabra, lo miré y vi que sonreía.

– Casi atropello algo –fue más un pensamiento en voz alta, como si nada malo pudiera ocurrirle el día que le habían hecho abuelo. Ni siquiera me miró para saber si el frenazo me había hecho algo. Tuve la impresión de que se había olvidado que iba con él.

Era una noche cerrada, no se podía ver nada, aunque la ventana hubiera estado limpia. Estábamos en medio de esa oscuridad que empezaba a volverse densa con una incipiente niebla. Era diciembre y era lo que se esperaba de ese tiempo. No limpié el moco que ya empezaba a entrar en el interior de la ventanilla. Y me quedé con la mirada fija intentando que los faros del coche me dejaran ver algo a nuestro paso. No tardó mucho hasta que creí ver algo. Me pareció una lechuza con cara humana. No le di mayor importancia, lo achaqué a la poca visibilidad, a la niebla y al sueño que me estaba venciendo, además, a los diez años se tiene sueño si ya has pasado de la media noche. Parpadeé y vi algo parecido a un lagarto que se metía entre las ruedas del coche. Lo vi perfectamente porque las luces le deslumbraron y el pobre animal se detuvo. También tenía cara de humano, como la lechuza. El choche volvió a dar un frenado.

-Creo que esta vez ha estado más cerca, puede que incuso lo haya atropellado –dijo padre algo molesto.

-Para, por favor –le dije yo, y me miró como sorprendido de que estuviera allí. Solo mi voz pareció recordárselo.

-No es hora –contestó- si lo he hecho no quedará nada de él.

-Es que tenía una cara extraña, parecía humano, como la lechuza –insistí.

– ¿Qué lechuza?, yo solo he visto este bicho, y lo que tenía era una cara de susto al ver que el coche se le echaba encima. Lo siento mucho por él. Ojalá hubiera podido evitarlo.

Y así quedó la cosa. A pesar del sueño me costó dormirme esa noche, esas caras de humanos se me habían quedado grabadas, no me las quitaba de la cabeza.

Este hecho que podría parecer tan anodido propio de una mente infantil dada a fantasear volvió a repetirse al día siguiente. Mi hermana había sido dada de alta y fuimos todos hasta su casa con el nuevo miembro de la familia. Todos decían lo guapo que era y que se parecía a éste o a aquel, pero a mí unas veces me parecía que tenía cara de lechuza y otras de lagarto. Ni se me ocurrió comentarlo con nadie, pero en cierta manera estaba preocupado. Mi falta de interés se interpretó como celos. Y no, en realidad me daba pena.

Pues lo dicho, de nuevo al volver a casa me atrincheré en los asientos de atrás escuchando las bondades que le deparaba el porvenir a mi hermana como madre y a ellos como abuelos.

-¿No estás contento de tener un sobrino? –Me preguntó mi madre- Cuando tengáis más años, la edad que os lleváis apenas se notará, además de tío y sobrino podréis llegar a ser grandes amigos.

No dije nada, pero me había dado un motivo más de preocupación, ¿y si de mayor se acentuaba su cara de lechuza o de lagarto?, sería un monstruo y desde luego yo no quería compartir lazos familiares con alguien así, aunque puede que con el roce de los años me encariñara con él y me convirtieran en su defensor frente a burlas y prejuicios. Tampoco dormí bien esa noche.

En los meses siguientes visitamos a mi hermana en varias ocasiones, más de las que yo hubiera deseado, pero las visitas fueron de día, así que no volví a tener esas visiones en el camino. Como debería ser, pensaría una mente sensata.

Pero no desaparecieron. Muy a mi pesar las estaba integrando a mi vida y observé que ocurrían cada vez que estornudaba. Ya, ya sé que es algo absurdo, pero no veía otra explicación. En el colegio yo no era muy popular, sin que ellos supieran nada de esas visiones de animales con cara humana, y humanos con cara de animales (en algún momento os lo tenía que decir) ya me llamaban rarito. No era al único que agraciaban con esa característica, entre otros cuantos agraciados con motes y burlas, había una chica bajita y algo regordeta, pero con una cara que a mí me parecía lo más bonito que había visto. Se llamaba Maribel. En clase nos sentábamos muy cerca y siempre que la miraba me sonreía. Estaba enamorado de ella y creo que era correspondido.

Un día en clase me vino el agobio del estornudo, después de varios intentos, como si me ahogara, no llegó a su punto final, pero a los pocos minutos se repitió. Todo ello ocurrió durante un examen. Es decir, en medio de un silencio total, el primer intento fallido pudo pasar desapercibido, pero el siguiente fue catastrófico. El profesor se levantó, se me acercó, como esperando a que yo terminara de una vez la faena de estornudar.

-¿Tienes alergia o gripe? –me preguntó como si le molestara.

Y yo, con los ojos ya cerrados para apretar, le di salida al estornudo, y lo que ocurrió en la ventanilla del coche volvió a suceder, esta vez en los pantalones del profesor que estaba a mi lado, y en un sitio muy estratégico. No quiero repetir aquí los improperios que me dirigió mientras me señalaba la salida en medio de las risas de mis compañeros.

Y me fui, y al cerrar la puerta los vi a todos como lagartos, ranas, ratones, incluso saltamontes, pero con cara humana. Maribel,  que había adoptado el cuerpo de un lagarto, me sonreía, pero sin mala intención, eso me decía mi amor por ella.

Y las visiones se repitieron en el propio hogar de mi hermana. Uno de los días en los que nos habíamos reunido varios familiares, mis abuelos, tíos, algunos primos… y celebrábamos no sé qué mes de la criatura, que por cierto, se llamaba Hugo, hubo un apagón. La oscuridad reinó al menos durante diez minutos. Y entonces mi vista parecía ser perfecta, porque los veía a todos. Mis abuelos tenían el rostro de lagarto, mis madre era una lechuza y mi padre una perdiz, la pesada de mi prima Raquel tenía la cara de una cabra y su hermano, más o menos de mi edad, la de un sapo; ese era el más horroroso. No había ninguno con cara humana, y pensé en hacerles una foto.

-Jaime, deja eso –dijo mi hermana-, ¿por qué no esperas a que haya luz?

Pero la hice, no con mi móvil, pues decían que aún no tenía la edad suficiente para tenerlo, si no con uno de los móviles que había en la mesa.

Miré la imagen convencido de que en ella habrían salido como yo los vería y entonces tendría una prueba de que no eran humanos, pero no fue así. Eran humanos con rostro de humanos. Y no me gustó que la cámara contradijera mis visiones.

Lo peor vino cuando los vi comer, era vomitivo, lo hacían como el animal que yo veía. Por supuesto no probé bocado. Hubo dos ocasiones en las que madre, incluso mi hermana me tocaron la frente para comprobar si tenía fiebre. Y no. Al parecer esa extraña enfermedad que yo padecía, ver ciertos animales con cara humana y ciertos humanos con cara animal, no daba fiebre. Solo daba susto.

En el automóvil, de regreso a casa, mis padres estaban eufóricos, hablaban y reían en el trayecto, mientras yo observaba el camino oscuro. Estornudé una vez más sin que mis padres reaccionaran, como si no les acompañara en el auto. Fijé la vista en las cunetas donde algunos  animales con rostros humanos me sonreía con lástima, otros lo hacían con tristeza, incluso me pareció ver a alguno llorar. Pero no dije nada, cerré los ojos y dejé de observar el tenebroso camino. Permanecí en silencio en los asientos de atrás, como si ya no formara parte de mi familia, como si fuera invisible. Y tanto que lo era, pues al llegar a casa nadie tuvo en cuenta que yo estaba también ahí, que entraría en casa con ellos, que me darían las buenas noches… Pero no pasó nada de eso. Entré el último y si hubiera tardado unos segundos más creo que me hubieran dejado en la puerta.

Seguí invisible, así que me fui a mi cuarto, cerré la puerta y me metí en la cama.

No recuerdo que nadie me despertara, ni haber ido al colegio, en realidad no sé cuáles son mis últimos recuerdos. Parece una mañana soleada, abro los ojos y me encuentro en una especie de cueva artificial, tengo un pequeño estanque, hojas verdes y diversas frutas que me apetecen a todas horas. Ya no es mi cuarto, y lo que creo que es una cueva tiene rejas que me impiden salir, al fondo hay algo que se mueve, algo se despierta y viene hacia mí. Es, ¡es Maribel!, pero su cuerpo no le corresponde. Su cuerpo es el de un lagarto, aunque su rostro es el de ella, humano. ¡Dios mío, qué han hecho! , más que un lagarto parece un juguete, y lo que es el amor, en sus patas sigo viendo esas manos regordetas que tanto deseaba tocar, y su sonrisa es la misma, ¡es Maribel! Sus ojos son aún más azules, de un azul lapislázuli con una aureola dorada. Creo que con esos ojos me he enamorado aún más.

Y entonces escucho la voz de una mujer, reconozco que es la de mi hermana.

– Hugo, date prisa, si pierdes el autobús tendré que llevarte yo al colegio, y hoy tengo un día complicado. Y no olvides atender tu comida, es tu responsabilidad.

Y lo que creo que es Hugo se acerca hasta nosotros. ¡Dios santo, su cara es la de una pitón!, me voy al sitio más alejado de esta cueva-jaula, pero no hay un sitio suficientemente lejos para que no llegara con su larga lengua bífida. Pone más fruta y sobras de comida dentro de un cuenco, y rellena el estanque con agua.

Me fijo en que todo es enorme, Hugo, los muebles, incluso los restos de comida, o más bien es que yo he encogido, pero me interrumpen en este siniestro pensamiento

-Vamos, zambúllete en el agua fresca –me dice Maribel poniéndose al sol de la mañana.

Cuando ese ser al que llaman Hugo se va, me acerco al agua y no reconozco mi cuerpo humano, el color de mi piel está entre el verde amarillo con toques de azul y algunas manchas negras… ¿¡también soy un lagarto!? Y  me vienen a la mente las miradas que me dirigían desde las cunetas aquellos seres, les daba lástima y pena… Pero al menos ellos estaban libres.

Vuelvo a escuchar algo alejada la voz de mi hermana, pongo atención y me fijo que en la estantería que hay en una de las habitaciones hay una fotografía enmarcada. Es la familia celebrando no sé qué mes de Hugo. Reconozco la imagen, la misma que hice cuando el apagón. Y están todos, humanos con cara de animales.

-¿Cómo van los de la jaula, ya les has dado la comida? –pregunta mi hermana.

-Sí, madre, pronto estarán en su punto para darnos un banquete. Seguro que estarán suculentos, como los demás –contesta Hugo.

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